Tenía miedo, estaba sola. Sólo la luna me acompañaba. Era preciosa, sin igual. Me senté en el suelo, acerqué mis piernas al pecho y observé el cielo estrellado. Las estrellas brillaban más que cualquier otro día, estaban vestidas de gala, esperaban algo o alguien. Mi mirada se perdía entre su grandiosa magia. Miraba su halo con admiración. Respiraba, dejaba entrar cada pequeña partícula de oxígeno en mis pulmones. Cerraba los ojos y recordaba, no dejaba de hacerlo. Mi corazón estaba dolorido, aún no había conseguido recuperarse de tanto sufrimiento. Mis labios habían perdido su movilidad, ya no querían sonreír. Mis ilusiones yacían en el suelo a mi lado. Daban gritos de compasión en medio de la nada. Nadie les oía, eran ignorados por todos los seres de esta maldita y recóndita tierra. Sólo él quiso oírme.
Muerta en vida, así estaba. Mi alma dejó mi cuerpo hace ya tiempo. Estaba hundida, me sentía vacía. Gritaba en silencio. Suplicaba clemencia. Quería volver a ser esa niña con ilusiones de adulta. Sentir en cada poro de mi piel mil y una sensaciones. Conocer el amor...
Al final del túnel, cuando ya no hay ni un mísero rayo de luz y la esperanza huye corriendo, lo das todo por perdido. Pero no es así... Una pequeña luz cobra fuerza y se hace notar. Te envuelve entera, te hace revivir viejos sentimientos. Te devuelve la vida. Él lo hizo, me protegió. Nuestras historias se fundieron en una sola, la nuestra.
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