Mi abuelo todas
las noches me contaba siempre el mismo cuento antes de irme a dormir. Puede
parecer repetitivo, pero la historia de aquellos soldados y de ese gran hombre
me hizo ser la persona que hoy en día soy. Tengo tanto que agradecerle a mi
abuelo que este es mi pequeño homenaje, aunque ya no esté a mi lado siempre
recordaré sus palabras:
Un hombre es el producto de todos sus actos. La
vida es perecedera, por lo que tienes que exprimirla al máximo y beber de ella
como si fuera tu último sorbo. Te recordarán por todo el legado que dejes, ya
sea material o sentimental.
- Abuelo, no entiendo. ¿Pero yo no podré disfrutar eternamente de los logros que consiga cuando sea mayor? – pregunté inocentemente.
- Claro que sí, cariño, pero llegará el día en que tengas que partir y no podrás llevarte nada contigo.
- ¿Por qué? ¿A dónde tendré que irme? ¿Y si yo no quiero, abuelo?
- Tendrás que irte porque si tú no te vas otros no podrán venir. Así es el proceso de la vida. Vivimos unos pocos años para ser recordados eternamente. No quiero que te preocupes ahora de esto, puesto que en verdad eres inmortal – trataba de explicarme mi abuelo con calma, pues tan solo tenía diez años.
- Mmm… Pero antes dijiste que algún día tendría que irme y ahora me dices que soy inmortal. ¿Cómo es eso posible?
- Siempre que alguien te recuerde, sobre todo un corazón vivaz y valiente, vivirás dentro de él. Para que lo entiendas mejor te contaré la historia del ejército del sol.
Hace años,
muchísimos años, había un ejército macedonio muy poderoso capitaneado por el
rey Alejandro Magno, hijo de Filipo II. Las malas lenguas dicen que éste no era
su verdadero padre, sino Nectanebo, quién engaño a su madre disfrazándose del
dios Amón para poder yacer con ella y así concebir un heredero al trono. El
poder de este rey llegó hasta tal punto que en sus treinta y dos años de vida guerreó
durante doce venciendo en todas sus batallas. Es más, sometió a veintidós
pueblos bárbaros y a catorce poblaciones griegas e incluso fundó doce ciudades,
las cuales eran conocidas como Alejandría. Más no nos desviemos de la historia.
Alejandro Magno
emprendió una gran aventura por las Indias junto a su ejército poco antes de
morir. Venció al rey de los persas Darío cerca del río Ganges, al que saqueó
innumerables riquezas. No sólo le bastó dicha victoria, sino que también trató
de vencer al rey Poro en Fasiáke. Allí, en las Puertas Caspias pudo admirar con
gran asombro todas las riquezas que escondía el rey en sus dominios. Hasta tal
punto llegaba la ostentación que incluso las columnas estaban recubiertas de
oro puro al igual que las paredes. Una vez obtenida de nuevo la victoria, se
apoderó de todos los tesoros que allí había. Es más, mandó forrar las armas de
su ejército con oro puro, haciéndolos brillar tanto o más que el sol. Por
desgracia, no pudieron llevar consigo todo, eso sólo sería un impedimento a la
hora de luchar contra los enemigos por el gran peso que tendrían que soportar
sobre sus hombros. Tuvieron que partir en busca del rey Poro que había huido
despavorido después del saqueo. Por ello pidió la ayuda de varios guías
indígenas para no caer en ninguna trampa típica de la selva. En verdad, los
guías no les ayudaron porque tuvieron que enfrentarse a animales tan fieros
como serpientes de dos y tres cabezas, elefantes con tres cuernos, cuervos de
gran tamaño o hipopótamos gigantes. Al final, mandó romperles los huesos pero
de tal manera que les pudiera mantener con vida para ser devorados después por
las bestias.
Encontró al rey
Poro asentado en un campamento e hizo lo mismo para poder controlarle. El rey
parecía querer la paz, por lo que todos los días le preguntaba al ejército qué
solía hacer Alejandro Magno. Un día, éste decidió infiltrarse entre sus
enemigos y casualmente se encontró con Poro, quién le preguntó por Alejandro
nuevamente. El propio Alejandro disfrazado se burló de sí mismo haciéndole
creer que era un viejo que no podría superar muchas más batallas. Finalmente
llegaron a un acuerdo de paz. Después, Alejandro Magno y su ejército, junto con
el rey Poro decidieron separarse cuando se encontraron con dos ancianos que
afirmaban saber donde había un bosque hechizado. Sólo Alejandro y miles de sus
hombres se dejaron guiar hacia dicho lugar, el resto volvió para Fasiáke. En aquella
aldea el sacerdote les contó la famosa leyenda que decía que los árboles del
bosque sólo crecían en los eclipses de sol y luna. Debido a esto, ambos podían
contestar preguntas sobre lo que quisieran con una única condición: estar libre
de yacer tanto con un hombre como con una mujer. Además, el árbol del sol sólo
contestaba al amanecer y el de la luna al anochecer, por lo que tendrían que
esperar. El del sol contestaba en griego y en indio, pero el de la luna sólo en
griego.
Esperaron a la
llegada del sol y el sacerdote les pidió que mirasen a lo alto e hicieran la
pregunta en silencio, para sí mismos. Alejandro Magno preguntó si regresaría a
casa triunfante y el árbol le contestó que sería el señor del mundo, pero que
no viviría para verlo. La respuesta le provocó tanta tristeza que decidió
esperar para preguntarle más al árbol de la luna. En esta ocasión preguntó que
dónde moriría y el árbol le contestó que moriría en el noveno mes en Babilonia
a manos de alguien jamás se esperaría. Al escuchar esto, tanto él como sus
amigos comenzaron a llorar desconsoladamente y no se dieron por vencidos,
decidieron hacer una última pregunta de nuevo al árbol del sol. Preguntó quién
le mataría y qué pasaría con su familia. El árbol le contestó que no podía
decirle quién era la persona, sólo que alguien le envenenaría en poco menos de
dos años. Además, su madre moriría sin tener santa sepultura ni ningún trato de
favor con su cadáver. Sin embargo, sus hermanas podrían seguir con su vida. Al
juntarse con todos los soldados decidió no contarles nada y continuar con la
marcha por las Indias, guardando así el secreto sólo con sus amigos más
íntimos.
- Abuelo, ¿Pero nunca se lo contó a nadie más ni intentó descubrir quién le mataría?
- Sí, seguramente, pero ese era su destino. Por más que intentara cambiarlo no lo lograría. Y así fue, al año fue envenado en Babilonia, tal y como le habían dicho los árboles mágicos.
- Pero entonces murió… - dije desilusionado pensando que el gran Alejandro Magno lograría superar su propio destino.
- No, no murió. Ahora mismo está vivo en nuestro recuerdo y siempre lo estará gracias a todo lo que dejó en vida, a su recuerdo. Es decir, tu cuerpo será tan efímero como tu vida terrenal, pero tu alma será eterna gracias al recuerdo que provoques en los demás.
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