Cientos de veces he intentado buscar el sentido de mi existencia, haber creído encontrarlo, agarrarlo fuerte con mis manos y marchitarse entre ellas. Solía ilusionarme, sonreía y era feliz; o eso creía. Me sentía poderosa, llena de vida. Mi mente decía una cosa y mi cuerpo quería la contraria, estaba desconcertada. Mis expectativas eran complejas y entramadas, nunca llegué a saber qué quería verdaderamente. Era una niña jugando a ser mayor, ilusa y sensible, delicada como el dulce pétalo de una rosa. Mis pensamientos no lograban desarrollarse, querían tener vida propia y luchar por su destino. Mi corazón era un músculo inservible, hacía su función vital y se desentendía de mí. Otra persona distinta a mí habitaba en mí ser, no me reconocía. Mis llantos eran débiles y mis suspiros eran mudos. Mis silencios eran sordos y mi vida estaba muerta. Dejé de ver la luz al final del camino, ni tan siquiera al principio podía verla. Yacía frágil en cualquier remoto lugar de este miserable mundo. Las mariposas volaron alto y no me llevaron con ellas, en el brillo de sus alas quedó mi alegría marchita. El presente estaba en blanco, el futuro parecía negro y el pasado hacía mella. Mi voz rogaba piedad, felicidad y amor…
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