Ha pasado ya un año desde que
regresé a casa, a mi querida Ítaca, tras diez largos años de viaje. Cuando
terminó la guerra de Troya creí que mi viaje llegaría a su fin, cuán equivocado
estaba, pues sólo sería el principio de mi final. Cada vez que le veo se me
encoge tristemente el corazón. Le añoré tanto en todo este tiempo, que me
parece increíble que fuera capaz de cometer aquellas atrocidades.
Me enamoré perdidamente de
Penélope nada más verla. Era tan hermosa que no tenía nada que envidiar a
Afrodita. Solía observarla todas las tardes sin que ella se diera cuenta. Le
quería, no sabía cómo pero realmente le quería. Finalmente conseguí
conquistarla y, una vez casados, tuvimos a nuestro querido hijo Telemaco. A
pesar de querer quedarme a su lado, tuve que partir hacia Troya para defender
mi honor y el de mis compañeros. No me parecía moralmente correcto lo que hizo
el joven Paris, no sólo raptar a la mujer de Menelao, sino provocar con ello un
conflicto aún mayor. Pese a todo, conseguimos engañar a los troyanos con la
treta del caballo de madera. Los muy ilusos creyeron que nos habíamos rendido y
que ofrecíamos una tregua por medio de dicho regalo. Pobrecitos, ojalá no
hubieran abierto la puerta que les llevó directamente a la muerte. Una vez
obtenida la victoria, emprendí mi viaje de vuelta a casa. Nunca pensé que me
costaría tanto llegar, pues en principio era un camino corto y sencillo. Soy
consciente que los dioses no estaban de mi lado y me castigaron vilmente por
todas las atrocidades que cometí en la guerra, ignorando que así cometería
otras aún mayores. Sí, esas que hacen llorar al alma.
Todo comenzó cuando Circe
convirtió a todos mis compañeros en animales. Había oído hablar de ella, aunque
nunca me creí los rumores que decían que era una gran hechicera. Sin embargo,
yo mismo pude observarlo con mis propios ojos. Al principio no quiso
convertirlos de nuevo en humanos, por lo que intenté seducirla para llevarla a
mi terreno. No diré que me enamoré de ella, ya que a mi mente siempre acudía mi
amada Penélope, pero sí me dejé llevar por los placeres terrenales. Esta no fue
la única vez que sucedió, la historia volvió a repetirse cuando conocí a
Calipso. Al naufragar mi barco y quedarme solo a la deriva, busqué amparo en la
isla de Ogigia. Allí me encontré con Calipso, quién era realmente bella. Para
mí fueron unos siete días los que pasé en aquel lugar, poco después me di
cuenta que en realidad había estado siete años. En esos años volví a sucumbir
al deseo carnal. Me entregué por completo y dejé que ella se enamora de mí como
una chiquilla. Era atenta conmigo, me agasajaba constantemente con comidas y
con su propio lecho. El desencadénate que me hizo despertar de aquel sueño fue
que tuviéramos dos hijos juntos. Ahí fue
cuando me acordé de mi familia. Rogué a los dioses que me dejaran regresar a
casa y darles una explicación, tenía que ser sincero. Atenea pareció oír mis
lamentos y le pidió a Zeus que interfiriera con Calipso para que me dejara
irme. Accedió a regañadientes, aunque me proporcionó todos los utensilios
necesarios para poder construir mi propia barca, por muy primitiva que fuera.
Al llegar a Ítaca tuve que
ocultarme para no levantar las sospechas de los pretendientes de mi mujer.
Atenea y mi hijo Telemaco me ayudaron sin pedir nada a cambio, ambos deseaban
que por fin fuera el rey de mi vida.
Conseguí engañarlos a todos y vengarme. A decir verdad, sé que mi mujer
me respetó sin dudar ni un momento, pero el sólo hecho de que otro hombre
podría haber yacido con ella hace que me hierva la sangre. Es muy egoísta lo
que digo, pero mi mujer es mía y no de nadie más. Ella fue la que por propia
voluntad se entregó a mí. Sé que soy un monstruo, que hace tiempo que perdí los
sentimientos propios de un humano. Incluso no me queda ni un pequeño resquicio
de ellos. Me miro al espejo y no reconozco la persona que hay ante mis ojos. No
sólo puedo ver mi rostro deformado por el paso de los años, sino que veo mi
alma. Está apagada y es horriblemente fea. Me temo que no puedo aguantar más este
sufrimiento, por lo que le dejaré una nota a Penélope en nuestro lecho. Siento
que sólo una soga podrá calmar la culpabilidad que recorre todo mi ser. He
vivido tantos años llenos de felicidad, que unos pocos pueden menguarme al más
mísero detalle. Ojalá jamás le hubiera sido infiel a mi mujer ni hubiera
partido a aquel dichoso lugar. Sólo espero que si algún día ella o mi hijo
encuentran este escrito sepan comprender los motivos por los cuales tuve que
dejarles, no sólo una vez, sino dos. Es hora de que parta hacia mi destino y
deje a los dioses que juzguen mi nuevo comienzo, aunque así mismo sea en el
Hades.