Trescientos sesenta y cinco días llegan a su fin, con ellos se van cientos de recuerdos e ilusiones, pero nacerán el doble. Es duro intentar valorar tantos días y ser objetiva. Mi mente hace tiempo que dejó de ver la realidad y se acostumbró a maquillarla con un dulce tono pastel. Algunos de mis recuerdos son inventados, son todas aquellas fantasías que nunca logré cumplir. Otros son tan reales como la vida misma, esos son los peores de todos. Ambos tienen una chispa de alegría, otra de tristeza y la última, pero no menos importante, de melancolía.
Comencé el año rodeada de personas que formaban parte de mi vida. Muchos de ellos se fueron de ella tan pronto como llegaron. Otros fueron como estrellas fugaces, hicieron una marca en mi piel que jamás será borrada y desaparecieron sin dejar rastro alguno. Pocos, muy pocos de ellos, siguen estando a mi lado cada día. Todos menos uno: él. Le añoro... La vida decidió tomar las riendas y llevárselo allí donde las nubes tocan fin. Me dejó un agridulce sabor y ocupó un grandísimo lugar en mi corazón, del cuál nunca desaparecerá.
Atrás quedarán los momentos de tristeza, guardados en el baúl de los lamentos y cerrados a cal y canto. Mas no debo ser desagradecida, a ellos les debo mucho de lo que ahora soy. Si algo he aprendido a lo largo de los años y la poca experiencia que me ha dado mi corta vida es que jamás podrá haber felicidad sin tristeza. La tristeza es tan necesaria como respirar cada segundo. Y la felicidad es tan necesaria como la sangre que recorre veloz mi cuerpo. Ambas deben ser aceptadas por igual. Y siempre tiene que estar presente que la vida no es de color rosa, ni gris, ni verde, ni azul. La vida es del color que tú quieras darle. La mía es turquesa.
¿Y la tuya... De qué color es?