Recuerdo aquella vez en la que le llamé llorando por la noche para desahogarme. A la mañana siguiente dijo que estaba allí esperándome. Había recorrido casi cuatrocientos kilómetros para calmar mi yanto y llevarme de nuevo a casa. En ese momento creí que estaba loco y aún sigo creyéndolo. Sin duda que lo estaba, pero era un loco enamorado.
Esa fue la primera vez que volví a sentirlo. Hacía tiempo que no experimentaba algo parecido. Había sufrido tanto en un pasado que no me planteé ilusionarme de nuevo. Nunca antes le había dicho que le quería, pese a que él me lo decía a diario. No estaba sorda, desde luego que no, sino que quería que dichas palabras tuvieran sentido y sentimiento.
Paseando por Madrid empezó a llover y corrimos para ponernos a resguardo. Me cansé y me paré en medio de la lluvia. Le miré sonriéndole y le besé tiernamente. Sé que le gustó. Su cara era un poema. Nos reímos con complicidad y entramos al metro. Discutimos una y otra vez sobre cuál era el trayecto idóneo. Creo recordar que ninguno de los dos éramos muy amigos de los mapas, pero lo intentamos. Cuando lo tuvimos claro subimos al tren. No había mucha gente, pero yo ya tenía a quien necesitaba. A él.
Estuvimos un par de horas hablando sin prisas sentados en uno de los bancos de espera del tren. Si alguno de los pasajeros hubiese pasado varias veces por ese recorrido, hubiera pensado que nos faltaba un hervor. No se lo negaría.
Quise que se quedara a dormir conmigo, pero no era posible. Durmió en el coche él solo. Me sentía mal, había hecho un viaje largo y no había dormido prácticamente apenas. Nada más colgar el teléfono había puesto rumbo hacia Madrid sin titubear ni un segundo.
Me despertó al día siguiente cariñosamente y desayunamos juntos. De vuelta a casa me di cuenta. Él conducía atento al resto de coches y me hablaba sobre banalidades. A decir verdad si me hubiera confiado la fórmula de la Coca Cola estaría a salvo en mis manos, ya que no le estaba escuchando. Le miraba en silencio y asentía. En realidad estaba pensando en él, en todo lo que había hecho por mí. Siempre me había tratado como una princesa, como su princesa. Me cuidaba con mucho cariño e incluso me mimaba. Me respetaba y me hacía feliz.
Esa fue la primera vez que quise decirle que le quería, pero no lo hice. Cuando le conocí supe que sería importante en mi vida, pero nunca me imaginé que él podría llegar a ser mi vida. Sentí un pequeño gran cosquilleo nada más recordarlo. Él pareció leerme la mente porque me llamó. No sé qué pensaría de mí, pero seguramente creería que me estaba quedando dormida y finalmente así fue.
Una lágrima de felicidad se desliza hasta mis labios y le beso. Sigue tan quieto como le había dejado minutos antes. Murmura palabras que no consigo descifrar y me río. Él se asusta y me dice que está dormido, que no sea mala ya que está muy cansado. No puedo evitarlo. Le abrazo nuevamente y me acerco a su oreja. Le susurro que le quiero. Él abre los ojos sobresaltado, seguramente ha pensado que todo es producto de su imaginación. Se lo vuelvo a repetir y me besa apasionadamente. Le abrazo fuerte y me pierdo en sus brazos. Antes de dormir le miro y guardo esa preciosa sonrisa que reina en su rostro en la caja de mis recuerdos.